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Corazón Salvaje, de Adams Caridad Bravo (página 2)



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-Se lo ha ofrecido de buena voluntad -comenta D'Autremont en tono suave, pero con determinación-. No le cortes el impulso generoso, Sofía; Nuestro Renato tiene; ropa para vestir a diez muchachos. Ve con Juan y con Ana, hijo, y piensa que, para él éste es un mundo nuevo por el que tú. vas a guiarlo. -Volviéndose a su esposa, le suplica con amabilidad-: Tú ven conmigo, querida. Yo también voy a ponerme un poco más presentable. -Y alzando la voz, llama al criado-: Bautista… Lleva al señor Noel a la habitación que suele ocupar y encár-gate de que nada le falte.

-Por mí no se molesten -se disculpa Noel-. Me considero de la casa.

-Y lo es. Dentro de media hora, Sofía nos hará servir un aperitivo que tomaremos juntos antes de sentarnos a la mesa, ¿verdad? Hoy te veo muy bien, tienes muy buena cara, Sofía. ., Seguramente podrás acompañarnos y será. un gran placer para nosotros. La mesa es otra cuando tú nos acompañas…

Ha salido Pedro Noel, seguido por-el criado, y quedan so-los los esposos D'Autremont. Sofía no puede ocultar los celos que le corroen el alma, al preguntar:

-¿Quién es ese muchacho?

-Sofía querida, cálmate…

-y tú respóndeme… ¿Quién es ese muchacho? ¿De dónde lo sacaste y . para qué le has traído aquí? ¿Por qué no me contestas?

. -Voy a contestarte, pero por partes. Se llama Juan y es un huérfano… – –

-Eso ya lo dijiste -le interrumpe Sofía, nerviosa-, y es lo único que sé. Se llama Juan del Diablo… una respuesta bas-tante insolente de su parte, cuando nadie le preguntaba nada.

-No hay insolencia en su respuesta, Sofía. Se trata del apodo que seguramente le daban los pescadores, por el lugar en que estaba ubicada la cabaña de sus padres.

-¿Qué lugar era ése?

-Bueno… cerca de lo que llaman el Cabo del Diablo. -D'Autremont intenta restarle importancia-. Hay allí una al-dea de gentes muy humildes, muy pobres, que remiendan redes y componen barcos. Entre esa pobre gente…

-Entre esa pobre gente hay muchos huérfanos, hay muchos muchachos mendigos y miserables en los arrabales de Saint-Pierre. Jamás se te ocurrió traer a ninguno, y mucho menos dárselo a tu hijo como amigo… como hermano, diría yo.

-iSofia!

-¡Es la forma en que has traído a ese pordiosero! -excla-ma Sofía, arrebatada ya por la ira-. Y creo que tengo derecho a preguntarte: ¿por qué lo traes así? ¿Qué tienes tú qué ver con él? ¿Por qué no puede vestirse con ropa de los jornaleros, y pretendes que estrene los trajes de Renato? ¿Por qué ha de ser nuestro hijo quien tiene que darle la bienvenida, y es en esta casa donde hemos de encontrarle un rincón, habiendo cien barracones de jornaleros donde siempre cabe uno más?

-Siempre te tuve por mujer de nobles y generosos senti-mientos cristianos, Sofía.

-No me falta la caridad para tos desgraciados, y más de una vez te pareció excesiva.

-Cuando se trataba de desmoralizar a. los que son mis ser-vidores, a los que por fuerza tengo que hacer que me conozcan como señor y amo. No puede manejarse una hacienda, que es como una provincia, sin el respeto absoluto a una autoridad, sin disciplina y sin castigos que obliguen a respetarla. Por eso discutimos en más de una ocasión. En este caso..-.

-En esté caso, todo es diferente. Lo sé, lo veo y lo palpo. No es una obra de caridad lo que estás haciendo. Es una obra de reparación. Ese muchacho te importa por ti mismo. Te im-porta mucho… demasiado…

-Pues bien, Sofía… Sí… Voy a decirte al verdad. Ese muchacho es el hijo de un hombre con el que yo me porté mal. Un hombre que se arruinó por culpa mía. Ha muerto deján-dolo en la más espantosa miseria. Creo un deber de conciencia. ampararlo. -Duda un momento-. ¿Qué pasa? ¿Por qué me mi-ras de ese modo? ¿Es que no me crees?

-Me parece muy extraño. Has arruinado a muchos, y no trajiste sus hijas a casa… Mejor cabría pensar la historia de otro modo. ¡Ese muchacho es el hijo de una mujer a la que tú has amado 1

Con esa acusación recta y precisa, como un venablo dispa-rado contra la fría coraza de indiferencia con que en vano pre-tende revestirse Francisco D'Autremont, han ido las palabras de Sofía dando justamente en el blanco. Por un momento ha pa-reado a punto de estallar en uno de sus arranques de violenta cólera. Luego, lentamente, se ha dominado, porque aquella mujercita rubia y frágil, doliente como una flor de estufa, es la única persona que parece tener la facultad de amansar en él los ímpetus bravios, de resolver sus tormentas en una sonrisa o en un gesto ambiguo que cuaja después en forzada actitud galante.

-¿Por qué te empeñas en pensar siempre lo que más pue-da mortificarte? •-. -Pienso mal para acertar… y acierto, por desgracia.

-En este caso, no. .

-En este caso más que en ninguno. ¿De qué amor es el fruto esa criatura? ¿Por qué no tiene nombre? Ese hombre a quien arruinaste, a quien quieres satisfacer recogiéndole el hijo, ¿qué apellido tenía? ¿Cómo se llamaba?

-Bueno, el caso es que el muchacho es hijo natural de este hombre de que hablo, que no llegó a darle el apellido… Se descuidó, son cosas que pasan. Al prometerle hacerme cargo de él, tranquilizaba, además, su conciencia. Y no querrás que falte a la promesa que hice a un hombre que murió bendiciéndome, sólo porque en esa linda cabecita le ha entrado una idea tan descabellada como la que acabas de manifestar.

-No vas a ablandarme con historias sentimentales…

-Entonces tendré que concretar las cosas: he prometido, he jurado ayudar al muchacho.. No creo que pueda molestarte en lo más mínimo. Yo mismo me encargaré de educarlo…

-¿Cómo a otro hijo…? -insinúa amargamente Sofía.

-Como un amigo y leal servidor de Renato -corta, tajante, D'Autremont-. Le enseñaré a quererlo, a defenderlo," a prestar-le su ayuda y su protección cuando llegue el caso.

-¿Su protección?

-¿Por qué no? Nuestro hijo no es fuerte ni audaz.

-Me lo echas en cara como si yo fuera la culpable.

-No, Sofía, no quiero llevar esta discusión adelante, pero si hemos de considerar la verdad, nuestro hijo, por un exceso de cuidados y mimos de tu parte, no es lo que debiera ser para las luchas y responsabilidades que caerán sobre él el día de ma-ñana. Ya te lo dije antes: le falta valor, fuerza, audacia. Tiempo es que comience a adquirirlas cuanto antes'.

-Mi hijo irá a educarse a Europa. No quiero que se haga hombre en este medio salvaje.

-Tengo para él proyectos contrarios: quiero que se haga hombre aquí, que conozca a fondo el terreno en que ha de des-envolverse, que sepa gobernar, el día de mañana, el pequeño reino que voy a legarle. Si hubiéramos tenido una niña, serías tú la que dijeras sobre ella la última palabra. f.s un muchacho y necesito que se haga un hombre. Por eso hablo y mando.,

-¿Y ese chiquillo que trajiste…?

-Ese chiquillo es casi un hombre ya, y servirá a las mil maravillas para mi empeño. Me encargaré de enseñarle que to-do se lo debe a Renato y que es su deber dar la vida por él si es preciso. [Esa será mi venganza!

-¿Venganza de qué?

-Del destino, de la suerte, o como quieras llamarle. Te rue-go que no hablemos más del asunto, Sofía. Déjame a mí arre-glar las cosas.

-¡Júrame que lo que me has dicho es verdad!

-Puedo jurártelo. No te he dicho nada que sea mentira. Además, no estoy haciendo nada con carácter definitivo. Sólo trato de darle al muchacho una oportunidad de probar que vale la pena ayudarlo. De lo que él me demuestre ser, dependerá su porvenir. Si tiene en las venas la sangre que dice que tiene, sabrá demostrarlo.

-¿Qué sangre?

-¿Dan ustedes su permiso? -Es Pedro Noel, que llega en el preciso instante en que la situación se hace ya insostenible entre los esposos.

-Adelante, Noel -invita D'Autremont, aspirando profun-damente y agradeciendo en su fuero interno la llegada de su amigo-. Llega usted en el momento oportuno de que tomemos ese aperitivo de que hablé antes. No te molestes, Sofía. Yo mismo ordenaré que lo traigan. -Y al decir esto se aleja, de-jando solos a Sofía y a Noel.

Sofía ha hecho un vago ademán de detenerle, tensa el alma en la respuesta no obtenida a sus últimas palabras, pero queda inmóvil, turbada por aquella mirada con que Pedro Noel parece envolverla, adivinando hasta sus más recónditos pensamientos.

-A veces vale más no ahondar demasiado en las cosas, ¿ver-dad? Admitir, sin profundizar demasiado, que hasta los mejores hombres tienen, caprichos, debilidades y cometen errores lamen-tables, que con un poco de indulgencia pueden disimularse,-evi-tando males mayores.

-¿Qué trata de decirme, señor Noel?

-En concreto nada, señora. Hablaba por hablar, como ha-blo muchas veces; pero mientras cruzaba esta preciosa casa, pa-ra acercarme aquí, pensaba que son ustedes un matrimonio real-mente dichoso y que conservar esa felicidad merece cualquier pequeño sacrificio de amor propio.

-¿Para qué me está preparando. Noel?

-Para nada, señora… ¡qué ocurrencia! Es usted demasiado sensata para necesitar de un consejo mío, mas si por casualidad me preguntara cuál es en mi opinión la mejor forma de lle-varse con el señor D'Autremont, yo le respondería que esperara. Mi padre, que fue notario de los D'Autremont, en Francia, me decía siempre: "La cólera de un D'Autremont es como un hu-racán: violenta, pero pasajera". Oponerse a ella en el momento del arrebato, es una verdadera locura. Pero pronto pasa, y en-tonces es el momento de reparar lo que destrozaron…

4

-¿VES QUE BIEN estás? Pareces otro. Mírate en el espe-jo -dice Renato a Juan.

-¿El espejo… ?

-El espejo, claro… Aquí. Mírate. ¿No habías visto nunca un espejo?

-Tan grande, no. Es como un pedazo de agua quieta.

-No le pases la mano, que lo empañas -prohibe Bautis-ta, el criado-. ¡Habráse visto el salvaje.. .!

-Déjale en paz. Papá dijo que no lo molestara nadie.

-¿Y quién lo está molestando? ¿Qué más quiere él? Juan ha retrocedido un paso para mirarse de pies a cabeza en el espejo que tiene delante. Es, efectivamente, como un gran trozo de agua quieta que le devuelve entera su imagen… una imagen en la que parece otro, aunque es la primera vez, en los doce años de su vida, que puede contemplarse como ahora lo está haciendo. Hay un gran asombro de si mismo en la oscura mirada. Aunque tiene la misma edad que Renato D'Autremont, es bastante más alto; su cuerpo, delgado y musculoso, tiene agi-lidad de felino; sus manos son anchas y fuertes, casi como las de un hombre; su frente es amplia y altanera, y sus rizados ca-bellos negros, ahora peinados hacia atrás, la dejan libre, dán-dole un vago parecido con el señor de Campo Real; la nariz es recta; la boca, firme y apretada en gesto amargo, que haría demasiado duro aquel rostro infantil sin los grandes ojos ne-gros, aterciopelados… aquellos admirables ojos italianos, igua-les a los de Gina Bertolozi.

-Ahora, ven para que te vean papá y mamá.

-¿Con el señor…? ¿Con la señora…?

-¡Pues claro! El señor y la señora son papá y mamá.

-Para ti, pero no para éste -interviene Bautista, despec-tivo-. Yo creo que no debes llevarlo al salón.

-¿Por qué no? Papá me dijo que tenía que enseñarle toda la casa, mis libros, mis cuadernos, mis trebejos de pintar, mi mandolina y mi piano.

-Enséñale todo lo que gustes, mas si no quieres disgustar a la señora, 'no lo lleves al salón, ni a su cuarto, ni a donde ella pueda mirarle. ¿Entendiste? Y tú, entiéndelo también: si quie-res quedarte en esta casa, no te pongas por delante a la señora.

Solo, en aquella aislada habitación que es a la vez biblio-teca y despacho, Francisco D'Autremont ha vuelto a leer la carta que hundiera, arrugada, en sus bolsillos. La ha leído len-tamente, desmenuzándola, deteniéndose en cada palabra, tratan-do de penetrar hasta el fondo cada una de sus frases. Después va hacia la pared central y, apartando unos libros, busca en el fondo de un estante la puerta disimulada de una pequeña caja de hierro, y arroja allí el papel, como si le quemara las manos.

-¡Eh! ¿Quién anda ahi? -indaga al oir cerrarse, cautelosa-mente, una puerta.

-Yo, papá.

-Renato, ¿qué haces escondiéndote en mi despacho?

-No estaba escondiéndome, papá. Entraba para darte las buenas noches…

-En todo el día no había vuelto a verte. ¿Dónde estabas?

-Con Juan…

-Podías haberte acercado con Juan. ¿Cómo le quedó, por fin, tu traje?

-Como hecho para él. A mí me quedaba grande, muy gran-de. Lo que no le sirvieron fueron mis zapatos. Se lo mandé de-cir a mamá con Bautista, mas ella dijo que no importaba que estuviera descalzo. Pero eso es feo, ¿verdad?

-Sí, muy feo. ¿Dónde está ahora Juan?

-Lo mandaron acostarse.

-¿Dónde… ?

-En el último cuarto del patio de los criados -explica el muchacho, en tono compungido-. Bautista dijo que así lo man-daba mamá.

-¡Ya! ¿Y por qué no te acercaste a mí en todo el día?

-Porque andaba con Juan, y Bautista dijo que mamá no quería que Juan se le pusiera por delante. Y como tú has es-tado todo el día con mamá… Claro que tú me habías manda-do llevarlo por toda la casa, mas como dijo eso Bautista… ¿Hice mal?

-No. Tienes que obedecer a tu madre, como es natural.

-¿Y a tí no?

-A mí más que a nadie -contesta D'Autremont, tajante-, Mañana nos pondremos de acuerdo tu madre y yo. Ahora, ve a acostarte. Buenas noches. ..

-Buenas noches, papá.

-Aguarda… ¿Qué te parece Juan?

-Me encanta.

-¿Te has divertido con él? ¿Has jugado? ¿Le has enseñado tus cosas?

-Si, pero no le gustaron. Estaba muy serio y muy triste. Después salimos al jardín… nos fuimos más allá, y entonces comenzó lo bueno: Juan sabe montarse en los caballos sin en-sillarlos, y tirar piedras, tan fuerte y tan alto, que alcanza a los pájaros que van volando… Y caza lagartijas y sapos. Cogió viva una serpiente con una horqueta que hizo de un palo, y le dio vuelta y la metió en una caja. Y no lo mordió, porque él sabe cómo agarrarla. Me dijo que si tuviéramos un bote iba yo a ver cómo se pesca… porque él sabe tirar las redes y sa-car peces.

-Me lo imagino. Supongo que ése fue. su oficio.

-¿De veras, papá? ¿No es mentira que él puede andar solo en un bote por' el mar?

-No es mentira… pero sigue contándome. ¿Qué más pa-só con Juan?

-Se burlaron de él en la barranca porque andaba descalzo y con mi traje de paño azul… Le dio una trompada al que estaba más cerca, el cual era más grande que él, y lo tiró de espaldas. Los demás se fueron. Pero no vas a castigarlo, ¿ver-dad, papá?

-No. Hizo lo que me gustaría que tú hicieras si se rieran de ti alguna vez.

-Pero de mí no se ríe nadie… Se quitan el sombrero cuando paso, y si los dejo, me besan la mano.

D'Autremont se ha puesto de pie con gesto extraño. Ha acariciado la rubia y lacia cabellera de su hijo; lo empuja sua-vemente hasta la puerta del despacho y lo despide:

-Vete a dormir, Renato. Hasta mañana.

Francisco D'Autremont ha cruzado su enorme casa, llevan-do en la mano una pequeña lámpara de petróleo, ha atravesado el patio de los criados hasta llegar a la entornada puerta de aquel último cuarto, donde sobre un jergón de paja, rendido por las duras emociones del día, duerme el pequeño Juan.

Un instante alza la luz, iluminándolo. Mira el pecho des-nudo, la cabeza bien formada, el rostro de nobles y regulares rasgos… Así, con, los ojos cerrados, parece borrarse en él el parecido maternal, y los duros rasgos de la raza paterna desta-can en el rostro infantil…

-¡Hijo! ¿Hijo mío…? ¡Quizás… Quizás… ¡ Una duda sutil y penetrante, una duda que al brotar pare-ce romper en su corazón algo duro y frío, subiéndole del pecho a la garganta, como puede subir la lengua quemante de una llama, ha inundado el alma de Francisco D'Autremont. Solo, contemplando a aquel niño que duerme, ha sentido por fin el impulso buscado en vano desde antes… Puede que Bertolozi no mintiera, puede que fueran verdad sus últimas palabras… Y, por primera vez, no es un sentimiento indefinible, mezcla de curiosidad y rencor, lo que le llena el alma. Es como un hondo orgullo, como una profunda satisfacción, un violento deseo de que, en verdad, sea de su propio tronco aquélla rama robusta, ruda y audaz, síntesis ardiente de su espíritu de aventura y de combate. Cualquier hombre podría estar orgulloso de pensar hijo suyo a aquel muchacho extraordinario, endurecido como un hombre frente a la desgracia, y la pregunta se hace afirma-ción en sus labios:

-¡Hijo mío! ¡Sí! ¡Hijo mío…!

Con emoción que le hace temblar, descubre los rasgos igua-les: la frente recta y altanera, las cejas anchas y pobladas, el enérgico mentón cuadrado y duro, los largos brazos musculosos, el pecho alto y ancho… y, por contraste doloroso, piensa en Renato, rubio y frágil, aun cuando brilla en sus ojos claros la mirada de una inteligencia superior; en Renato, tan igual a su madre, heredero legal de su fortuna y su apellido, su único hijo ante el mundo…

-¡Francisco! -le interpela Sofía con voz alterada, penetran-do en el humilde recinto-. ¿Qué pasa? ¿Qué haces aquí? ¿Qué significa esto?

-Soy yo el que puedo preguntarte -dice D'Autremont, re-haciéndose de la sorpresa-. ¿Qué significa esto, Sofía? ¿Por qué no estás ya descansando?

-¿Puedo acaso descansar, cuando tú…?

-Cuando yo, ¿qué? ¡Acaba!

-Nada… pero quisiera saber desde cuándo vas tú, con una lámpara, comprobando y velando el sueño de los criados.

-¡No es un criado!

-¿Qué es? ¡Dilo de una vez! ¡Dilol

-¿Eh? ¿Qué? -es Juan que despierta a causa de las alte-radas voces-. El señor D'Autremont… La señora…

-No te muevas… quédate donde estás… Duerme… des-cansa. .. y mañana ve a buscarme en cuanto te levantes -le aconseja D'Autremont.

-¡Para que me hagas el favor de llevártelo de esta casa!

-¡Calla! ¡No vamos a hablar delante del muchacho! Bruscamente la ha tomado del brazo, obligándola a salir al patio, encendidos los ojos con aquel arrebato de cólera vio-lenta que le es tan peculiar, y con ira a duras penas contenida, la acusa:

-¿Es que has perdido el juicio, Sofía?

-¿Crees que me falta razón para perderlo? -se exalta So-fía-. ¿Crees que no tengo motivos para estar desesperada? ¡Es-tabas ahí, viéndole dormir, contemplándole como nunca miraste a nuestro Renato!

-¡Basta, Sofía, basta…!

-¡Ese niño es tu hijo! No puedes negarlo. Es tu hijo. Tu hijo… y de alguna de esas perdidas con las que siempre me has engañado. ¿De qué charca lo sacaste para traerlo a mi ho-gar, para darlo por compañero a mi hijo?

-¿Vas a callarte?

-¡No! ¡No me callaré! ¡Que me oigan los sordos! ¡Porque no voy a tolerarlo! ¡Es hijo tuyo y no lo quiero aquí! ¡Sácalo de esta casa! ¡Sácalo, o seré yo la salga con mi hijo!

-¿Quieres dar un escándalo?

-¡No me importa! ¡Saldré para Saint-Pierre! El Goberna-dor. ..

-¡El Gobernador no hace sino lo que a mí me de la gana!

-asegura D'Autremont bajando el tono de voz, que lo vuelve más amenazador-. ¡Vas a hacer el ridículo!

-El Mariscal Pontmercy fue amigo de mi padre, conoce a mis hermanos… ¡El tendrá que ampararme! ¡Porque yo…!

-¡Calla! ¡Calla!

-¡Papá.. .! ¿Qué le haces a mamá…? -grita Renato, acer-cándose angustiado.

D'Autremont ha soltado el cuello blanco que ya locamente apretaban sus manos; ha retrocedido tambaleante, mientras su hijo le hace frente con impulso fiero:

-¡No la toques! ¡No le hagas daño, porque yo… yo…!

-¡Renato! -reprende D'Autremont.

-¡Yo te mato si tú le pegas a mamá!

D'Autremont ha retrocedido aun más, apagada de pronto su rabia, totalmente desconcertado… Un momento mira sus manos que llegaron hasta el cuello de Sofía, luego; bruscamente, vuelve la espalda y se pierde entre las sombras…

-¡Renato!… ¡Hijo!…. -exclama Sofía, rompiendo a llorar.

-Nadie te hará daño, mamá. Nadie va a hacerte nunca daño. Al que te haga daño, ¡yo lo mato!

5

-¿QUE ES ESO? ¿El señor D'Autremont…? -Es Noel, el notario, quien hace la pregunta a Bautista, el criado.

-Sí… Es el caballo blanco del amo… El diablo anda suelto en esta casa desde que llegó ese maldito muchacho.

-¡Calle! ¡Calle! ¡Algo ha tenido que pasar…! Pedro Noel ha salido apresuradamente de la lujosa alcoba donde le han instalado. No le basta mirar por la ventana. Sale al ancho portal que rodea la casa, baja las escalinatas de pie-dra, sigue con ojos sorprendidos la blanca silueta de aquel ca-ballo que a la luz de la luna se pierde ya sobre los campos, Y exclama:

-¡Señor… Señor…! ¡Pero qué barbaridad!

Otros ojos han visto alejarse la arrogante figura que es Francisco D'Autremont sobre su caballo favorito. Otros ojos infantiles, abiertos de sorpresa, acaso de espanto. Es Juan. Todo lo ha oído desde aquel último cuarto del patio de los criados, y ahora, fuera ya de la casa, corre como trastornado hasta que una mano cae sobre su brazo, reteniéndole rudamente…

-Y tú, a dónde vas? -inquiere Bautista.

-A dónde vas, te estoy preguntando…

-Yo iba… Yo…

-No tienes que ir a ninguna parte sino a la cama, a.donde te han mandado hace ya dos horas…

-Es que el señor D'Autremont…

-No te importa lo que haga .el señor D'Autremont.

-Pero la señora Sofía…

-Esa menos te importa lo que haga.

-Es que yo vi, yo oí. .. Yo no quiero que por culpa mía…

-En lo que pase por culpa tuya, tampoco te tienes que meter. Tú no te gobiernas ni te mandas. Te han traído para que obedezcas y para que te calles. Anda a tu cuarto. Anda a tu cama, si no quieres que te lo diga de otra manera. ¡Anda! -Le ha dado un rudo empujón, metiéndolo en el cuarto, y cerrándolo con llave.

-¡Ábrame! ¡Ábrame! -grita el muchacho, golpeando con tuerza la puerta.

-¡Cállate, condenado! Ya te abriré cuando venga el amo. ¡Cállatel

-Ana, necesito hablar inmediatamente con la señora.

-La señora no quiere ver a nadie, señor Noel. Tiene la ja-queca … y cuando la señora tiene la jaqueca, no quiere ver a nadie.

La voz lenta, sin modulaciones, empalagosa y recargada de la doncella favorita de la señora D'Autremont, se extiende como blanda barrera deteniendo el ímpetu del notario, que iba a cruzar ya bajo los cortinajes que dan entrada a las habitaciones privadas de Sofía.

-Lo que tengo que decirle es importante -porfía Pedro Noel.

-La señora no oye a nadie cuando le duele la cabeza. Dice que cuando le hablan, le duele más. Además, es muy temprano.

-Anunciame, dile que es urgente, y ya verás cómo me ha-ce pasar.

La doncella mestiza ha sonreído mostrando su dentadura blanca, mientras mueve la rizada cabeza adornada con una di-minuta cofia de encaje a la moda francesa. Suave y tozuda, terca y mansa, parece tener el don de agotar la paciencia del notario.

-¿No has oído que avises a tu señora? ¿Por qué te quedas ahí parada?

-Para avisarle a la señora tengo que hablarle, y la señora no quiere que le hablen cuando le duele la cabeza…

-¿Qué pasa.. .? -interrumpe Sofía, saliendo de su alcoba.

-Perdóneme, señora, pero es necesario que hablemos unos minutos… Es importante.

-Mucho debe serlo cuando viene usted a las seis de la mañana.

-Es que el señor D'Autremont no ha regresado desde ano-che en que salió a caballo.

-¿No ha regresado?

-No, señora, y nadie sabe a dónde fue ni por qué salió de ese modo. Yo le vi pasar como alma que lleva el diablo y pre-gunté a los sirvientes, pero ninguno pudo darme razón.

Sofía ha hecho un leve gesto de cansancio, apoyándose en su doncella. Ni las lágrimas largamente lloradas, ni. la noche de insomnio cambian en nada su aspecto siempre igual: pálida, frá-gil como una flor de invernadero semiasfixiada entre estufas, da la impresión de escuchar siempre por primera vez hasta las cosas que mejor sabe. En este caso, sus labios se aprietan levemente y un breve y rojo relámpago de rencor cruza por su mirada.

-¿Qué es lo que pretende usted que yo sepa. Noel? .-Dicen que salió después de hablar con usted. Yo sé que estos días ha sufrido emociones muy desagradables, que se en-contraba en un desastroso estado de inquietud, de zozobra, de violencia contenida…

-Pues sabe usted más que yo. Por lo visto, es el triste destino de las mujeres: que no se nos entere de nada. Ha venido usted al peor lugar a informarse…

El notario ha buscado al niño, con la mirada inquieta, pe-ra Renato ha aprovechado la oportunidad para salir de las ha-bitaciones de su madre. Ya del otro lado de las cortinas, se detiene un instante para oir con interés las palabras del notario.

-Me atrevería a pedirle un poco de paciencia para el señor D'Autremont en estos días, señora. Usted es la única persona que puede aliviar su carga o hacerla más pesada; porque, aun-que tal vez haya usted llegado a dudarlo, su esposo la adora, Sofía.

-Pues tiene una extraña manera de adorarme -se lamenta Sofía, con amargura-. Pero eso, desde luego, es un asunto per-sonal y privado. Concretando: no a dónde ha ido Francisco ni por qué ha pasado la noche fuera de casa. Y ahora, excúse-me, estoy muy ocupada: preparo mi viaje a Saint-Pierre, con Renato. Puede decírselo a mi esposo si es él quien le ha enviado a informarse de mi estado de ánimo. Salgo para Saint-Pierre . y ya envié una carta al Mariscal Pontmercy para que me haga el favor de recibirme apenas llegue yo a la capital.

Libre de la compañía de su madre y de la vigilancia de Ana, Renato se ha alejado a buen paso. Su cabeza arde… las ideas y los sentimientos parecen girar dentro de él en revuelta amalgama. Aquellas duras palabras que jamás escuchara entre sus padres, aquella violencia de Francisco D'Autremont, a la que hizo frente por amor de hijo y por instinto de caballerosi-dad, todo el cúmulo de sucesos extraños que parecen girar en torno suyo, se agolpan sobre el cielo azul de su feliz infancia, haciéndole sentirse, por primera vez en su vida, terriblemente desdichado. No quiere hablar a los: sirvientes, no quiere au-mentar con comentarios la pena de su madre… pero necesita confiar a alguien la angustia, que llena su corazón de niño. Piensa en su amigo… Por eso busca a Juan. Pero el cuarto en qué le creía encerrado, está vacío. De la ventana abierta sobre el campo, falta un barrote qué deja al descubierto el hueco por donde Juan escapara… Lo busca .con un ansia nunca sentida, con la amarga sensación de desamparo de quien ve vacilar, por primera vez, a los que fueran para él evangelio y oráculo: sus padres…

Por la misma brecha que abriera Juan, Renato se desliza también,, saltando a la pendiente al mismo tiempo que llama a gritos al fugitivo:

-¡Juan… Juan…!

Acaba de verlo, ya bastante lejos de la. casa, junto a aquel arroyo de cauce pedregoso que baja a saltos desde la montaña, impetuoso y violento como lo es todo en aquella isla surgida de los mares al soplo de un volcán, y llega hasta él, sofocado por la carrera.

-Juan, ¿por qué no contestabas?

Despacio, Juan se ha puesto de pie, mirándolo casi con des-agrado. Siente por él una especie de rencor. Es tan distinto a todos los muchachos que él viera hasta entonces… Con aquel rubio y lacio cabello demasiado largo, el ceñido calzón de pa-na, la camisa de seda blanca… es como un muñeco de porce-lana que se hubiera escapado de uno de los adornos- del salón. Pero Renato le sonríe de un modo varonil y franco, y los claros ojos le miran afectuosos, sinceros, en una corriente de irresisti-ble simpatía, a la que "Juan del Diablo" resiste encogiendo los hombros…

-¿Para qué andas gritando? ¿Quieres que me atrapen?

-¿Acaso te escapaste?

-¡Claro! ¿No me ves?

-Humm… Bautista le dijo a Ana que te había encerrado para que no molestaras; y yo, en cuanto pude, me escapé del cuarto de mamá para ir a abrirte la puerta.

-Para no molestar, me largo.

-¿Largarte? ¿Quieres decir que te vas?

-Pues claro. Pero no sé por dónde… ¡No quiero estar aquí más!

-Pero papá quiere que estés, y yo también. Eres mi amigo y no voy a dejarte. No te vayas, Juan. Yo, ahora, también estoy triste… El señor Noel le dijo a mamá que tú habías sido muy desgraciado, que habías sufrido ya demasiado para tus años, y yo, entonces, no lo entendí bien, porque no sabía lo que era sufrir de verdad.

-Y ahora lo sabes?

-Sí… porque ahora estoy triste. Papá, de pronto, se vol-vió malo.

-¿De pronto? ¿Nunca habían peleado antes?

-No… Nunca. ¿Pero cómo sabes que pelearon? ¿Estabas despierto anoche?

-Ellos me despertaron…

-¿Quiénes? ¿Papá y mamá? Pues a mí, no. Yo estaba levan-tado. Papá me había mandado dormir, pero yo, a veces, no le hago caso. De pronto lo vi pasar y pensé que iba a regañarte por lo que yo le había contado que hiciste en la tarde. Después pasó mamá, entonces esperé un rato, hasta que oí que gritaban, y cuando llegué… Bueno, si estabas despierto lo oíste todo. Papá… -la voz se quiebra en su garganta-. Papá se portó mal con mamá.

Ahora es él quien rehuye la 'mirada de Juan, como si le avergonzara pensar que éste había escuchado la escena pasada. Pero Juan aprieta los labios sin responder, sintiéndose hombre frente a Renato, con la instintiva conciencia de que debe ca-llar, seguir callando aquel secreto torturante que no sabe si es mentira o verdad…

–Yo no sé cómo empezó la pelea. que mamá quería ir a Saint-Pierre y que papá no quería dejarla. Y se puso furioso cuando ella dijo que iría de todos modos a ver al Gobernador y al Mariscal ese… que no sé ni cómo se llama, pero que era amigo de mi abuelo… Y entonces… si lo oíste, ya lo sabes. Tuve que meterme para defender a mamá y papá y yo que-damos peleados. El se fue a caballo y todavía no ha vuelto a la casa. Por eso estoy triste…

Renato ha aguardado una respuesta, un comentario, pero nada responde Juan, ceñudo y silencioso, por lo que interroga con suavidad:

-¿Tú crees que papá no volverá más? Yo sé que hay hombres que se enojan mucho y se van para siempre de su casa.

Seguro que vuelve.

-¿Crees que vuelva? ¿De verdad? -exclama Renato, con alegría. Mas acto seguido, le invade la preocupación-. ¿Pero seguirá peleando con mamá si vuelve? ¿Y a mí, Juan? A mí, ¿crees que papá no va a quererme más?

-¿Querer… ?

-¿No sabes lo que es querer? ¿Nunca te quisieron? ¿Nunca quisiste a nadie? ¿Ni a tu mamá?

-Yo no tuve…

-Todos tienen. Será que no te acuerdas. Las mamas son muy buenas y cuando uno es pequeño lo cuidan mucho y lo duermen en los brazos. Todos tienen. Hasta los mas pobres, los que viven en las barracas., . Algunos no se acuerdan, pero to-dos tuvieron madre. .. -De pronto se voltea y exclama-: ¡Oh! Mira esa gente que viene por allá.

-¡Ahí Sí… parece como que traen un muerto…

-¿Un muerto?

-¿No sabes lo que-es un muerto? ¿Nunca viste un muerto?

-No, nunca lo vi. Pero… eso no es un muerto. .. Es una camilla de ramas. Traen a un hombre acostado.

-Herido o muerto…

-[Es papá! -casi grita Renato, con el espanto reflejado en su blanco rostro-. ¡Es papá!

6

-¿QUE SUCEDE? -SE alarma Sofía.

-Aun vive, señora -responde Pedro Noel, triste pero se-reno a la vez-. Y mientras hay vida, hay esperanza.

Anonada, derrumbada por la brutal impresión de la noti-cia, Sofía se ha desplomado sobre los almohadones de un sofá, cubriéndose el rostro con las manos, mientras musita:

-¡Francisco… ¡ ¡Francisco…!

-Desde que le vi salir de esa manera, temí un accidente. Por eso hice que le buscaran por todas partes.

-Pero, ¿qué ocurrió? ¿Cómo fue? -quiere saber, en su an-gustia, la señora D'Autremont.

-Supongo que, en su cólera, hizo galopar al caballo hasta desbocarse por senderos muy escarpados. Naturalmente, fueron a dar al fondo de un barranco. Salió loco, ciego de ira… ¡Ni siquiera permitió que le ensillaran el caballo!

-¿Dónde está? ¡Quiero verlo!

-Ahora le traen. Me adelanté para prevenirla, y ya envié un hombre con el caballo más rápido, a traer un médico de la capital. Cayó de una gran altura… ¡Ahí están ya!

-Francisco… Francisco mío, ¿puedes verme? ¿Puedes oirme?

Inclinada sobre el lecho amplísimo, conteniendo con esfuer-zo las lágrimas que se agolpan en sus párpados, Sofía D'Autremont espera con ansia la palabra que puedan pronunciar los labios temblorosos de Francisco; pero es inútil, sólo los párpa-dos se alzan con esfuerzo y la mirada vaga se fija en ella: mi-rada de un alma que se desprende ya de las ligaduras terrenales.

-¿Me oyes? ¿Me entiendes? ¡Francisco… Francisco mío!

-Creo que es inútil… -expresa Noel tristemente.

-¡No… no diga eso! -se desespera Sofía-. Ese médico, ese médico que mandó usted buscar, ¿cuándo estará aquí?

-Me temo que tarde bastante. Por desgracia, se ha perdi-do mucho tiempo. El accidente ha debido sufrirlo hace varias horas ya… Y luego, traerlo hasta aquí…

-Re… nato -susurra, con esfuerzo, D'Autremont.

-¿Eh… ? -Es Sofía que siente aletear en su corazón un hálito de esperanza.

-Renato… -vuelve a murmurar D'Autremont.

-Ha dicho Renato -comenta Sofía.

-Sí; llama a su hijo -explica Noel-. Lo llama, quiere verle, quiere hablar con él. ¿Dónde está? ,

-¡Renato… hijo! ¡Ven acá!

Sofía ha alzado la voz y ha ido hacia la puerta, donde los dos muchachos, mudos, tensos, cogidos de la mano, contemplan la dolorosa escena, y de un brusco tirón los separa arrastrando a su hijo hasta el lecho del moribundo, cuyos párpados han vuelto a alzarse y en cuyas pupilas tiembla la luz de un ansia, de un anhelo imperioso…

-Aquí lo tienes, y aquí estoy yo también. Francisco mío.

-Renato… vas a quedar en mi lugar…

-No digas eso -interrumpe Sofía-. El médico vendrá en seguida y te pondrás. bien.

-Pronto serás tú el amo de esta casa… -Ha hecho un enor-me esfuerzo, levantando la cabeza para mirar el grupo que for-man, junto a él, el hijo y la madre. Y su mano se alza hasta tocar la frente infantil nimbada de cabellos rubios-. Sé que cuidarás de tu madre… que sabrás defenderla cuando yo ya no esté. De eso estoy bien seguro… Pero hay algo más… que quiero pedirte: ¡cuida de Juan Cuida de Juan, Renato… quiérelo y ayúdalo… ¡como si fuera tu propio hermano!

-¡Francisco… Francisco! -se angustia Sofía.

-Perdóname, Sofía… y no impidas que Renato cumpla mi última voluntad. ¡Oh.. .!

-¡Señora… Señora!, el médico está llegando… el médi-co de la capital está llegando -anuncia Bautista, que se acerca presuroso y sofocado-. Ya lo vieron salir del desfiladero, ya viene para acá…

-Tarde… tarde… ¡demasiado tarde! -grita Sofía, deba-tiéndose en las garras de la desesperación.

7

LOS FUNERALES DE Francisco D'Autremont duran ya tres días. La viuda no quiso que fuese trasladado a Saint-Pierre, y es en la pequeña iglesia de Campo Real, aquella finca con honores de pueblo, donde su cuerpo ha sido puesto en capilla ardiente entre cirios y flores, y a donde llegan a rendirle el postrer homenaje, desde los más humildes hombres que trabajan sus tierras, hasta las más importantes personalidades de la capi-tal: el Gobernador, los altos funcionarios del Estado, el Maris-cal Pontmercy y la alta oficialidad de la fragata, que sólo por eso retrasó su hora de zarpar. En la amplísima casa, en los jar-dines, en los caminos, es el ir y venir silencioso y constante: un ajetreo sin sonrisas ni alegría, que, transida de dolor el alma, con un hondo y contenido tormento que no desborda en sollozos ni en lágrimas, preside la frágil mujer que le ha sobrevivido, contra lo que todo el mundo podría esperar.

Olvidado de todos, el lujoso traje de paño azul roto y manchado, los cabellos revueltos y los pies desechos, ronda Juan la pequeña iglesia blanca con una ansia incontenible de acer-carse al que yace para siempre, al que le mandaron aborrecer los labios de Bertolozi, y al que extrañamente, sin embargo, ama con un sentimiento contuso, sordo, profundamente doloroso, que le hace sentir una sensación de desamparo como no la sintió nunca en su abandono, y murmura para sí:

-¡Padre! Era mi padre… Era mi padre… Ya está junto al féretro, en la capilla atestada de flores, donde milagrosamente no hay nadie en este instante… sólo la frágil forma enlutada de una mujer a quien el muchacho no ha visto, una mujer que se acerca temblando de cólera, apenas le ve apoyar las manos en el borde de la caja mortuoria. Es So-fía que. con ira apenas contenida, le grita:

-¿Qué haces aquí? ¿Por qué has entrado aquí? ¡No tienes nada que buscar! ¡Vete! ¡Lárgate! ¡Vete donde yo no te vea más! ¡Vete para siempre, maldito!

Ciega de una cólera que en vano trata de ahogar en su garganta, Sofía ha señalado a Juan la puerta de la capilla, mien-tras el muchacho retrocede trémulo, sintiendo que el gesto y las palabras de aquella mujer le hieren y le ofenden como nadie le ofendió jamás. Ahí, muy cerca, para siempre inmóvil y helado en su lujosa caja, está el hombre que le dio el ser, el padre que con tardío arrepentimiento trató de ampararle. Y es la pri-mera vez en sus doce años, que en su corazón hosco y selvático está a punto de florecer un sentimiento de ternura… Pero de un golpe, la voz y las palabras de aquella mujer lo han destro-zado. Retrocede, la mira de frente y sale como un sonámbulo, mientras Renato D'Autremont se acerca por la puerta contra-ria, indagando:

-Mamá, ¿qué pasó? ¿Por qué echas a Juan?

-¡Deja tranquilo a Juan! Quédate aquí, al lado, junto al féretro de tu padre… donde debes estar.

-Pero papá mandó…

-¡Calla!

Le ha apretado el brazo, obligándole a callar, mientras en la puerta del frente, de par en par abierta sobre el campo, apa-recen ya las figuras imponentes del Gobernador y del Mariscal Pontmercy.

Comienza la hora más solemne de los suntuosos funerales. Los dedos de Sofía se aflojan soltando el brazo de Renato, las lágrimas acuden a sus ojos, y un sollozo amarguísimo estalla al fin en su garganta, mientras Renato escapa de allí…

-¡ Juan… Juan!

-Déjame, Renato. Me voy ahora mismo…

-¡No puedes irte! Papá no quiere que te vayas!

-La señora me ha echado.

-Ya lo oí… pero no importa. Papá me mandó que te cuidara.

-¿Tú? ¿Cuidarme tú?

-¿Qué te crees? Después de papá y mamá, soy yo el que manda.

-Ahora tu papá está muerto y la única que manda es la señora. Ella no quiere verme más… Me dijo que me fuera…

-Que te fueras de la iglesia, pero no de Campo Real. Saint-Pierre está muy lejos. Tienes que ir en coche o a caballo. Ade-más, no van a dejarte salir.

-¿Quién no va a dejarme?

-Los criados, los trabajadores… y los soldados. ¿No viste cuántos soldados hay?

-Sí… pero no tienen nada que ver conmigo.

-Sí tienen que ver. Papá no quería que te fueras. Todo mundo lo sabe. Si te ven, te sujetarán, te encerrarán…

-¡Y me escaparé!

-No sabes el camino…

-Sé que caminando por la orilla del mar, siempre llega uno a Saint-Pierre.

-Bueno… si encuentro un bote, llegaré antes.

-¿Y pescarás en el bote?

-Claro, puesto que tengo que comer.

-¿Te comes el pescado que pescas, así, igual que lo sacas?

-Es mejor que morirse de hambre.

-¡Llévame contigo, Juan!

-¿A ti? ¿Estás loco?

-¡Llévame contigo! Yo quiero aprender a pescar y a ma-nejar un bote. Cuando sea grande, seré marino y mandaré una fragata, como el Mariscal.

-Cuando seas grande, irás de viaje. Ahora no.

-Me voy y luego vuelvo, como hacía mi papá. El siempre dijo que cuando él llegara a faltar, yo mandaría en la casa y seria tanto como él. Ahora, quiero ir contigo y tengo dinero pa-ra comprar un bote…

-¿Tienes dinero? ¿Dinero tuyo? ¿Tuyo? -Juan se muestra interesado.

-Pues claro. Tengo mucho dinero en una caja…

-¡ Niño Renato! -llama la voz de Bautista, el criado.

-Ya te están buscando -sonríe Juan, despectivo-. Figúra-te lo que harían si te fueras.

-Nos vamos con todo mi dinero si me esperas a la noche. ¿Sabes dónde? Allá abajo, al lado del arroyo…

-¡Niño Renato! -vuelve a sonar la voz del criado, ya más cerca.

-Ahora tengo que irme. Me escapé nada más para decirte' que no te fueras. Pero si me llevas contigo, no importa… Nos vamos y cuidaré de ti como quiere que haga mi papá.

-¿Pero estás sordo, niño? -dice Bautista, acercándose donde se encuentran los muchachos-. Tu mamá me mandó a buscar-te. Ya tienes edad para entender que debes estar a su lado…

-Ya voy, Bautista. No tienes que gritar…

-No grito, pero la señora se desespera-contesta el criado bajando la voz. Más en seguida, en tono áspero, exclama-:|Ah! También me dijo que te buscara a ti y que no te dejara marchar. ¿Entendiste? Espera por ahí a que la señora disponga de tu suerte, porque ahora es ella, y sólo ella, la que manda en esta casa.

Las horas han pasado lentamente. El cuerpo de Francisco D'Autremont se halla ya bajo tierra; los importantes funciona-rios que acudieron desde la capital, han regresado a ella tras rendir sus respetos a la viuda, y un silencio espeso, tanto de pena como de agotamiento y de cansancio, cae sobre la suntuo-sa morada, sobre los fértiles campos, sobre las cien barracas de los trabajadores, cual si un crespón de luto flotara sobre el cielo que ya envuelven las sombras en la opulenta hacienda de Cam-po Real.

Sin embargo, hay luz en las habitaciones de Sofía, a cuyas puertas llega Bautista, el más fiel y antiguo de sus servidores, trémulo y demudado.

-Señora… el niño no aparece por ninguna parte.

-¿Qué?

-Cuarto por cuarto hemos buscado, Isabel, Ana y yo, por toda la casa. He mandado a recorrer los campos y a preguntar por las barracas,. pero tampoco está.

-¡Era lo único que faltaba!

-Señora D'Autremont… me dijo Ana… -Es Pedro Noel, que irrumpe en la alcoba de Sofía.

-Renato ha desaparecido -explica, angustiada, Sofía-. No lo encuentran, no dan con él. Lo han buscado por todas partes.

-Por favor, cálmese… No puede haber ido muy lejos. Estaba junto a usted hace una hora escasa. Se habrá escondido en algún rincón, como hacen los niños cuando tienen pena…

-Si mi hijo tiene pena, debe estar a mi lado.

-Efectivamente; pero son reacciones extrañas de las cria-turas. ¿Qué razón de él da Juan?

-Esa es otra -interviene Bautista-. Lo primero que hice fue buscarlo para preguntarle si sabía del niño, pero el tal Juan tampoco aparece por ninguna parte.

-Pues deben estar juntos -supone Noel.

-Es lo que temo. Que el tal Juan arrastre al niño, quién sabe a qué extravagancias. Es peor que una fiera el tal mucha-cho. Es un verdadero salvaje…

-Cuando yo digo… -se queja Sofía.

-Basta, Bautista. No alarme a la señora más de lo que es-tá -ordena el notario.

-Usted sabe que le tomamos por loco en Saint-Pierre -recuerda Bautista-, cuando entró a llevarle al señor aquella carta…

-¿Qué? ¿Qué carta? -interrumpe Sofía, animosa y alarmada.

-Le ruego que se calme -suplica Noel suavemente-. Cuando sucede una desgracia, todo son pronósticos trágicos. Pero no hay verdadera razón para alarmarse. Estoy seguro de que no los han buscado bien. En una hora no puede recorrerse, como pretenden, la finca y la casa. Permítame que sea yo quien me encargue del asunto, señora….

-Yo tengo ya en movimiento a toda la servidumbre, pero ojalá que el tal Juan no haya llevado muy lejos al niño. No me olvido de que pretendía llevar en su bote al señor, aquella noche en que caían chuzos de punta y llovían rayos…

-¿A dónde quería llevarlo? -pregunta Sofía, intrigada.

-Sofía, por favor, cálmese. El muchacho llegó con una car-ta de su padre, que se estaba muriendo, para pedirle al señor D'Autremont que lo amparara. El asunto no tiene nada de par-ticular. Y ahora, ¡vamos a buscar a Renato!

-Juan… -llama débilmente Renato.

-Aquí estoy. ¿Traes la plata?

-Pues claro. Mírala. Con todo y caja…

-La caja no sirve; echa las monedas en tu pañuelo, y va-monos.

-¿Mi pañuelo?

-Yo no tengo. Me las echas en el tuyo y me haces el favor completo. ¡Anda!

Rudamente, como si aquel viejo rencor contra el mundo entero, que Andrés Bertolozi derramara en su alma, se hubiera despertado en aquellas últimas horas, ardiente y total, Juan casi ha arrebatado de manos de Renato el pañuelo repleto de monedas, acercándolas, para mejor mirarlas, a la clara luz de la luna y, sorprendido, confirma:

-Son monedas de plata…

-Pues claro. Y hay dos de oro. Míralas… Cada una de éstas vale por cien de plata. Papá siempre me regalaba una moneda de oro el día de mi cumpleaños… Muchas las gasté. Se compran muchas cosas con una moneda de oro… Tendre-mos un bote grande, grande, de esos con velas, y navegaremos en él por todos los mares…

-¿Oyes? -alerta Juan, aguzando el oído.

-Sí -afirma Renato con la mayor tranquilidad-. Nos es-tán buscando, pero no por este lado. Piensan que le tenemos miedo al arroyo crecido…

-Yo no le tengo miedo a nada. Me voy ahora mismo. Ha anudado fuertemente las monedas en el pañuelo, atán-dolo luego a su cintura. Rápidamente se despoja de la chaqueta, subiéndose las piernas del pantalón y las mangas de la ca-misa, mientras Renato le contempla fascinado.

-¡Renato… niño Renato…! -Desde lejos llega la voz de Bautista.

-Es a ti a quien buscan -explica Juan, en un murmullo.

-¡Juan… Juan…! ¿Dónde estás? -Se oye también, leja-na, la voz de Pedro Noel.

-También a ti te buscan ¿Por dónde nos vamos? -indaga Renato.

-Yo, por el arroyo -dice Juan, al tiempo que chapotea en el agua.

-¡Juan… Juan…! ¡Espérame! ¡Ayúdame… Juan Juan no responde, no vuelve la cabeza. Saltando sobre las piedras, entre el arroyo que se despeña en pequeñas cascadas, va curso arriba, rueda a veces, cuando le falta el pie, hasta el fondo de una poza, pero vuelve a levantarse, se alza agarrán-dose a las ramas, trepando por las cuerdas naturales que cuel-gan sobre el agua, y así se pierde en el fragoso monte…

-¡Renato! ¡Renato!

La voz de su madre ha paralizado al pequeño Renato, dis-puesto ya a seguir a Juan. Abrazado a la chaqueta del traje azul que éste dejara en sus manos, los pies hundidos en el barro de la orilla del arroyo, sostiene su primera lucha terrible entre la voz de la aventura que le llama y el tierno amor que siente por su madre, y por fin, de mala gana, contesta:

-Aquí estoy…

-¡Hijo! ¡Mi Renato! -grita Sofía, nerviosísima, abrazando a su hijo-. ¿Qué hacías aquí? ¿Por qué saliste a estas horas de casa?

-Apuesto la cabeza a que lo sonsacó el tal Juan -asegura Bautista.

-¿Pero dónde está él? -se alarma el notario-. ¿Dónde se ha metido? Hay que seguir buscando…

-Estaba con el niño, puedo jurarlo. ¡Mire… mire… le dejó la chaqueta en las manos! Aquí hay una caja… Una caja de plata…

-¡Es mía! -informa Renato.

-Aquí es donde tú guardas tus monedas, Renato. ¿Qué significa esto? -interroga Sofía.

-Nada, mamá…

-¿Cómo nada? Dónde está Juan? ¡Contesta la verdad! ¡La verdad!

-Pues sí, mamá. .. íbamos a escapamos… yo quería que me enseñara a navegar y a coger pescados, pero él se fue solo… no quiso esperarme…

-Se fue, pero llevándose tu dinero. ¡Es un ladronzuelo! -afirma Bautista-. Pero si la señora me permite que salga yo a buscarlo…

-No, Bautista. Déjelo. Que se vaya… ¡Que se vaya para siempre! ¡Es lo único que hemos ganado! Vamos a casa, hijo…

Sofía D'Autremont se ha erguido, y un instante su cabeza altiva se vuelve hacia aquel arroyo por donde Juan escapara saltando entre el agua y las piedras, mientras su mano blanca, de dedos nerviosos, aprisiona la de su hijo Renato. Fieramente lo atrae hacia ella, en un gesto que es ternura y dominio, y lo arrastra, alejándose de aquel lugar.

-No le hubiera venido mal al tal Juan recibir una buena lección antes de largarse -comenta como para sí, Bautista, re-funfuñando con enojo.

-¿Por qué le tiene tan mala voluntad al muchacho, Bautis-ta? -pregunta Noel con su voz suave.

-Como para no tenérsela, señor notario. Desde que apare-ció en el horizonte, no ha traído más que calamidades y des-gracias. Porque lo que le pasó al señor D'Autremont…

-Más vale que no insista demasiado sobre quién pueda te-ner una buena parte de culpa por lo que le ocurrió al señor D'Autremont.

-¿Va a decir que fue la señora, señor notario? -se escan-daliza Bautista.

-Voy a decir que un niño no es culpable de las circunstan-cias en que se le trae al mundo; que maltratarle a cuenta de los pecados de sus padres es una cobardía y un crimen.

-¿Todo eso es con la señora, señor notario?

-Todo eso es con usted, Bautista. Y voy a añadir algo más: la señora ha dado orden de que se deje en paz al mucha-cho. No intente usted ir tras él, porque tropezará conmigo… Además, la última voluntad del señor D'Autremont fue que se amparara a ese niño.

-¡Yo lo ampararía con una estaca! ¡Es un ratero, un la-dronzuelo! Empezó por robarle su alcancía al niño Renato y hubiera acabado por robárselo todo si lo dejan crecer en esta casa.

-Esa es su opinión…

-Y muy bien encaminada. Conozco el mundo y no es el .primer caso… La señora sabe… lo mismo que usted y que yo. No vale hacernos los tontos cuando estamos al cabo de la calle.

-Nunca me hago el tonto, pero jamás afirmo más que lo que puedo probar; y en este caso…

-No hay pruebas, ni falta que hacen. No servirían sino para que usted enredara las cosas.

-¿Sabe que su insolencia pasa de la raya, Bautista?

-Pues si le place, dele usted- las quejas a la señora. Ella sabe que no tiene un criado más fiel ni un servidor más leal que yo. Por la señora y por el niño Renato doy mi sangre. Y en cuanto a ese bastardo…

-¡Silencio! [Hay que ver lo alto que ladran los perros en cuanto se apaga la voz del amo!

-Señor notario… Señor notario… -llama Ana, acercán-dose donde discuten los dos hombres.

-¿Qué pasa?

-La señora está esperándolo en su cuarto, y me mandó que lo buscara y le dijera que fuera para allá pronto, pronto, por-que tiene que hablarle. Que se fuera en seguida…

Se ha ido, procurando contener su disgusto, mientras la doncella nativa contempla a los dos hombres con su expresión bobalicona y jovial, dando, vueltas entre los dedos al delantal de encaje, como si la cólera de ambos le divirtiera, y comenta con sorna:

-¡Cuántas cosas van a pasar! A mi me gusta que pasen cosas. Me aburro cuando no pasa nada.

-¡Anda a tus obligaciones, Ana!

-¡Caramba. Bautista! Te salió la voz igual que la del amo. Claro, como vas para mayoral… -se ríe, burlona.

-¿De qué te ríes, tonta? -rezonga Bautista, aflorándole la ira al rostro.

-De las cosas que van a pasar…

-Aquí me tiene, señora, atento a su llamado y dispuesto a servirle en todo, como siempre -se ofrece Noel a Sofía. Y en seguida, le aconseja-: Pero si mi modesta opinión vale de algo, creo que lo único que debe usted hacer es descansar, tomarse unas buenas horas de reposo…

-Sobrará tiempo para descansar después… Tengo enten-dido que todos los papeles de la casa D'Autremont están en la notaría de usted, ¿no?

-Exacto. Partida de nacimiento, acta de matrimonio, el testamento de nuestro nunca bien llorado amigo D'Autremont …que por otra parte casi es inútil. Todo cuanto hay es, na-turalmente, de usted y de su hijo Renato.

-Sé que todo está en orden… pero quiero guardar esos papeles en mi casa. Todos. ¡'Absolutamente todos! ¿Hay algún inconveniente para que los ponga en orden y me los entregue a mí, para que yo los guarde?

-En absoluto -asiente Noel con sorpresa y disgusto-. Es-tarán listos en una hora si usted lo manda. Saldré inmediata-mente para Saint-Pierre, y mañana, si así lo desea, le haré en-trega oficial de todo en mi despacho.

-Bautista irá por ellos.,. Es el más antiguo y el mejor de mis servidores. Lo he nombrado Administrador general de la hacienda, y él hará que las cosas marchen.

-¡Pero es absurdo, totalmente absurdo! Y yo quisiera acon-sejarle. ..

-No voy a oir ningún consejo suyo. Noel. No pierda el tiempo en dármelo.

-Lamento profundamente su extraña actitud, señora D'-Autremont.

-No es extraña, puesto que defiendo a mi hijo…

-¿Su hijo… ? -se sorprende el notario.

-Señora… Señora… -Es Ana que irrumpe en la al-coba, agitada y tartamudeando. '

-¿Qué pasa. Ana? -pregunta Sofía.

-El niño Renato… como que está malo… Isabel me mandó avisarle…

-¿Mal? ¿Quieres decir, enfermo?

-Sí, señora. Como que tiene fiebre y dice cosas raras…,

-¡Renato, hijo… Renato… I

Sofía ha caído de rodillas frente al pequeño lecho blanco, donde Renato, abiertos, sin ver, los grandes ojos, húmedo de sudor helado el rubio cabello, se agita en el delirio de una alta fiebre. Tras ella, pálido, demudado, ha llegado también Pe-dro Noel que se detiene bajo el arco de la puerta, entre las dos doncellas asustadas.

-¿Y el médico? ¿Dónde está el médico? -inquiere Sofía.

-Se fue, señora… como todos.

-¡Que corran a Saint-Pierre a buscarle! ¡Renato, hijo…!

-¡Juan… Juan…! -murmura Renato en su delirio-, Juan… No me dejes…. Llévame contigo… Llévame a navegar… Yo cuidaré de tí… ¡Papá lo ha mandado! Papá di-jo… como a un hermano… Como a un hermano… Juan…

-¡Dios mió! -exclama Sofía, en un lamento. Ha retroce-dido tambaleándose, sintiendo como si la tierra que la sostiene vacilara. Ira y dolor se clavan al mismo tiempo en su alma, y volviéndose hacia Noel, le espeta-: ¿Y aun se extraña usted por qué defiendo a mi hijo? ¡Tengo que defenderlo con los dientes, con las garras!

-Señora D'Autremont… Nadie le ha atacado. Está usted ciega, y en su egoísmo maternal…

-¡Basta! -le interrumpe Sofía-. ¡Ni una palabra más! ¡Salga usted de esta casal ¡Salga! ¡Salga! ¡Y no vuelva jamás!

8

LA ENFERMEDAD DE Renato fue larga. Durante mu-chos días tuvo fiebre alta, y cien veces pronunció en su deli-rio, como uniéndolos para siempre, los nombres de Juan y de su padre. Al fin, una mañana amaneció despejado, reconoció a su madre y lloró en sus brazos… Aquella tarde…

-Vas a ir tú mismo a Saint-Pierre, Bautista.

-Sí, señora. Como usted mande. El niño ya no está en peligro y dice el médico que muy pronto podrá levantarse.

-Apenas se reponga, lo mandaré a Francia. Por eso quiero que recojas los papeles de casa de Noel y entregues esta carta en propia mano al Gobernador. El me ayudará.

-No tengo palabras con qué agradecerle el gran favor que va usted a hacerme, señora Molnar. La molestia de llevar con-sigo a Renato…

-Por Dios, amiga mía. Si esa no es molestia; al contrario. ¿Qué más puedo querer yo, para este viaje en el que voy sola con mis dos niñitas, que la compañía de un muchacho como Renato, que es casi un hombrecito ya?

-Confío en que sepa ser un caballero.

-Le repito que estoy encantada. Y hay que ver lo bien que se lleva con mis pequeñas, y más aún que con la mayor, que es tan suave, con esa revoltosa de la pequeñita…

Es en el despacho del capitán del puerto de Saint-Pierre, junto a los muelles en que aguarda un barco listo a partir rumbo a Francia. Allí es donde charlan Sofía D'Autremont y la parienta del Gobernador, Catalina Molnar, una mujer ma-dura, tímida y bondadosa, de ademanes suaves, que mira con ternura al grupo que forman a corta distancia, al otro lado de la ancha puerta abierta, Renato D'Autremont y las dos peque-ñas Molnar, de nueve y siete años. La mayor es delgada y fina, inquieta y nerviosa, de grandes ojos claros. La más pequeña, de rostro sonrosado y ojos ardientes, tiene en sus pocos años la exuberancia de los frutos del trópico.

-Mi Renato necesita olvidar muchas cosas desagradables. Este viaje es el mejor remedio para él…

-Es usted muy valerosa separándose así de su único hijo.

Repito que la admiro. Además, supongo que tratará de cum-plir con esto la última voluntad de su esposo…

-Efectivamente… -Forzada a mentir, Sofía D'Autremont se ha mordido los labios; luego sonríe con esfuerzo, cambiando el espinoso tema de la conversación-: Sus niñas son preciosas. Me habló mucho de ellas el primo de usted, el Gobernador. ¿Cuál es Aimée?

-La más pequeña…

, -La mayor es Mónica, ¿verdad? Ya sé que, por empeño de su padre, van a educarse a Francia.

-Mas yo no soy tan heroica como usted, y no las dejo ir solas aun cuando tenga que separarme de mi esposo. Pero creo que le buscan a usted…

-¡Ah, si! Es Noel… Con su permiso…

-Todo está en orden, y el barco a punto de zarpar. Acabo de entregar al sobrecargo los últimos papeles de. Renato y, por lo tanto, mi misión está terminada -explica el notario.

-Muchas gracias. Noel. ¡Oh, aguarde! ¿No quiere acompa-ñarme hasta dejar en el barco a Renato?

-Será un gran honor -acata Noel, pero el tono con que lo dice es francamente seco, casi hostil.

-Comprendo que está disgustado conmigo. Le traté brus-camente la última vez que hablamos -intenta disculparse Sofía.

-Olvide ese asunto, señora. No tiene la menor importancia.

-Entonces, ¿me permite hacerle una pregunta indiscreta?

-Desde luego, aunque no le prometo contestarle.

-Le agradeceré mucho que me responda. ¿Buscó usted a ese muchacho que mi esposo quería recoger? ¿Tiene alguna noticia de Juan… del Diablo?

-La noticia que tengo es buena para usted, aún cuando a mí, sinceramente, me ha apenado. • -Espero que no le habrá ocurrido alguna desgracia…

-Todavía no, mas será muy raro que volvamos a saber de él.

-¿Por qué?

-Tras mucho averiguar, he tenido noticias de que embarcó como grumete en una goleta de carga que zarpaba rumbo a. Jamaica. No supieron darme el nombre de la goleta ni de su capitán, por lo que considero totalmente perdida la pista del muchacho. Lo siento… lo siento… El me había pedido que lo dejase en mi casa como sirviente y, después de todo, hubiese sido lo mejor. ¿Pero quién podía adivinar… ? En fin, mire usted por dónde los dos pequeños van a estar al mismo tiempo cruzando el mar… -La sirena del buque, que está pronto a zarpar, le interrumpe con la estridencia de su sonido-. Ese es el barco que se lleva a su hijo. ¿Vamos?

El barco que se lleva a Renato ha dejado atrás el promon-torio de rocas en el que se alza el faro, y, con la proa apuntan-do hacia altamar, apresura la marcha. De pie junto a la baran-da de cubierta, creyendo sentir aun sobre el. rostro los besos y las lágrimas de su madre, Renato mira aquella tierra que se aleja, teniendo a cada lado a una de las pequeñas Molnar: Aimée sonríe, mientras Mónica se seca una lágrima. Y como una promesa a aquella tumba que dejara en el cementerio de Campo Real, como un grito de su corazón de doce años. Renato ofrece:

-Volveré pronto, papá. ¡Volveré… para buscar a Juan.

9

Y PASARON LOS AÑOS…

Esta es una historia que sólo podría pasar donde pasa… En la Martinica, tierra florida y convulsa, isla volcánica surgida al impulso de un borbotón de fuego, tierra de amores' y de odios, de pasiones sin freno, de abnegaciones y de crueldades… Tierra sobre la que habrían de chocar aquellos cuatro corazo-nes apasionados: Mónica, Aimée, Renato, Juan…

Entre las cuatro paredes de una celda hay una mujer en quien la vida intensa parece palpitar. Un mundo de pasiones arde en el cerco de sus grandes ojos y parece resbalar bajo la piel de sus pálidas mejillas. Sus manos finas, sensitivas, se en-lazan como para una súplica, como para una oración, mas hay en ellas un crisparse desesperado. Esa mujer sufre, esa mujer ama, es como una hoguera que se consumiese alumbrando. Pe-ro sobre su cuerpo grácil hay un hábito, un blanco hábito de novicia, y cuelga de su fina cintura un rosario. Sus pasos tré-mulos la llevan ante el crucifijo, y allí se desploma sollozando…

-Mónica, hija mía, ¿ha hablado ya con su confesor?

-Sí, Madre, abadesa.

-¿Y cuál fue su consejo? Supongo que el mismo que yo le doy.

-Si, Madre… -conviene Mónica Molnar, con un dejo de tristeza.

-¿Ve usted? Es demasiado pronto para profesar, para hacer los votos definitivos.

-Lo deseo ardientemente, Madre. ¡Con toda mi alma!

-Aunque así sea… No es un arranque, no es un arrebato lo que ha de llevarnos a vestir para siempre estos santos hábitos. Es una verdadera vocación, y hay que probar la suya, Mónica. Probarla, no aquí, no en esta santa casa, sino en la lucha, en el mundo, frente a la tentación…

-Yo no quiero volver al mundo. Madre. Yo quiero profe-sar. No me saquen de aquí… ¡No me rechacen!

-Nadie la rechaza. Si- algo decidimos por fin en contra de su gusto, es por su bien. Ahora mismo voy a hablar con su confesor. Entre tanto, rece y aguarde, hija. Rece y eleve su corazón a Dios. -Y diciendo esto, la abadesa se aleja con pasos suaves.

-¡Dios mío! ¡Jesús mío! No permitas que me rechacen -implora Mónica Molnar asomando las lágrimas a sus lindos ojos-. Admíteme entre tus esposas… Dame la paz y el amparo de tu casa… Que se cierre la herida de mi corazón… Que ese amor que me humilla y me avergüenza se acabe… ¡ Jesús mió, limpia mi corazón del amor humano y llámame a Ti!

Un hombre cruza las anchas tierras fértiles. Monta en el más arrogante caballo árabe que pisara la tierra americana, y viste finas ropas de caballero. Altivo y gallardo, con la fina mano sostiene las riendas, mientras la espuela de plata se clava en los ijares del bruto. Sus cabellos son rubios y lados, sus grandes ojos claros abarcan en una mirada de dominio toda la tierra hasta donde alcanzan: tierra de la que es amo y señor. A su paso se inclinan las espaldas, se descubren las cabezas hu-mildes de los trabajadores, se deshojan, como azahares criollos, las flores blancas de los cafetales… Pero él no sonríe… su mirada es inquieta, convulso el pliegue que aprieta sus labios. Es un hombre que busca… que busca sin encontrar jamás…

-¡Bautista! ¡Bautista!

-Aquí estoy, niño Renato. ¿Qué le pasa?

-Vengo de los cafetales, y ya te hablé de eso el mismo día que llegué -le reprocha Renato D'Aútremont, disgustado, con-teniendo a duras penas la cólera que le atosiga-. No es posible que esa gente siga trabajando en la forma en que lo hace. Es absurdo, inhumano… La jornada de catorce horas no es para hombres, no es para seres humanos y tú tienes ahí niños y mu-jeres. ¿Por qué?

-Sale más barato… Además, así llevan quince años y no ha pasado nada…

-Y también presos de la cárcel de Saint-Pierre, que tra-bajan encadenados. ¿Cómo es posible?

-¡Ay, ay, niño Renato! Usted trae la cabeza oliendo a Europa. Ya no sabe cómo son las cosas por acá. En tiempos de su señor padre…

-Mi padre era severo, no inhumano -le ataja' Renato, francamente molesto.

-Las haciendas han rendido el doble desde que yo las ad-ministro -afirma Bautista en forma por demás insolente.

-¡No me interesa acumular más dinero! Quiero que trates a los que trabajan para mí, con justicia y bondad.

-La señora está conforme con cuanto yo hago…

-Es justamente lo que voy a averiguar. Pero esté o no con-forme mi madre, yo lo estoy, y he de remediarlo -rezonga Renato, alejándose.

Una mujer sonríe al vaivén de la hamaca. Se mece suave, bajo el beso de fuego del mediodía tropical. Del arroyo cercano llega un murmullo de agua, y no es de flor, sino de fruto dulce y maduro, el aroma que en torno suyo exhala. Parece descansar, pero no descansa: tiembla, arde, siente rugir pecho adentro, como el volcán enorme, sus pasiones inconfesables. Es una mu-jer que espera, que aguarda, como puede aguardar la pantera en acecho, como lentamente, a través de la tierra, crece la lava que ha de desbordarse…

-¡Aimée! ¿Pero qué es eso? ¡Deja ese piano! ¡Basta! ¡Basta! ¿Cómo te atreves… ? -reprende Catalina Molnar a su hija.

-¿A tocar un can can? Deja que me veas bailarlo… Es la última moda en París. Mira esta revista

-¡Quítame de delante ese papelucho! Si llegara tu novio..-. Si te viera Renato leyendo una cosa semejante.

-Por favor, mamá -protesta Aimée en tono burlón-. Yo, con Renato y sin Renato, haré siempre lo que me dé la gana.

-Muy mal camino para una futura esposa… y para una novia, mucho más. Si Renato supiera…

-¡Basta, mamá! -le ataje Aimée con brusquedad-. No sabrá nada si tú no se lo cuentas, y espero que no vas a contár-selo. Renato está muy lejos… Gracias a Dios, lo bastante lejos para dejarme en paz mientras nos casamos.

-¡Santa Bárbara! ¡Viren a estribor! ¡Bajen el foque! ¡Tres hombres a babor para achicar el agua! ¡A estribor… a estri-bor…! ¡Quítate, estúpido, déjame a mí el timón! ¿No ves que te vas contra las rocas? ¡Pronto!… ¡Fuera!…

Saltando sobre los escollos, desafiando los elementos des-encadenados, una goleta marinera cruza frente al Cabo del Diablo, gira con asombrosa rapidez entre las rocas aguzadas y los bancos de arena, y enfila al estrecho canal que le lleva a una pequeña y segura rada. Negro está el cielo y hosca la tie-rra, pero el hombre que lleva el timón no vacila frente a la furia del cielo y el mar, salva el último escollo, vira en redondo, alcanza milagrosamente el amparo de los farallones y luego, con gesto orgulloso, deja la rueda en manos de su segundo, saltando sobre la húmeda cubierta.

-¡Echen el ancla… y un bote para tomar tierral

Ha saltado sobre la arena de una playa, metiéndose en el agua hasta la cintura, para arrastrar hacia dentro la frágil barca que hasta allí le ha llevado desafiando la tormenta que está en su apogeo. Con flexible soltura de felino da unos pasos aleján-dose del mar, y luego se vuelve para contemplarlo, como con-templa también el cielo oscuro: con gesto desafiante. A la luz del relámpago se ilumina de pies a cabeza la figura del recio capitán de la nave. Es fuerte y ágil; los pies descalzos parecen agarrarse como topos a la tierra que pisa; tiene la piel tostada por la intemperie, el cuello fuerte y ancho, alto el pecho, las manos callosas, y el rostro altanero posee un diabólico resplan-dor triunfante. Es como un hijo de la tormenta, como un pros-crito que se alzara contra el mundo entero, y contra el mundo entero se sintiese capaz de luchar… Tiene veintiséis años y es el más audaz navegante del Caribe. Las gentes le llaman: "Juan del Diablo"…

10

LA VIEJA CASA de los Molnar se alza solitaria y aislada al final de una de las anchas calles de los arrabales, que, como todas las de Saint-Pierre, termina en el mar. Sus sólidos muros; pintados de cal, abren amplias estancias frescas y ventiladas, amuebladas con lujo un poco anticuado. Es una de esas casas en las que se sostiene con esfuerzo la apariencia de una posición que fue mejor, en que'se remiendan las cortinas y se lavan los viejos pisos hasta hacerlos brillar. Tiene muchos cuartos des-ocupados, y la rodea un jardín, descuidado y selvático, en cuyo fondo se agrupa una espesa arboleda… Detrás de ésta se en-cuentran los acantilados, y luego el mar… el mar imponente y bravio de aquellas costas siempre castigadas por vientos y hu-racanes, siempre destrozadas, y renovadas siempre por el soplo vital de una tierra feraz.

Aimée de Molnar ha cruzado una habitación sin muebles, ha abierto una ventana que da sobre el fondo del jardín, y ha quedado aguardando, tensa, ardiente, indiferente a las ráfagas e viento, a las gotas de lluvia que de cuando en cuando gol-pean con violencia sus cabellos oscuros, su frente despejada, sus mejillas morenas, ahora pálidas de deseo, sus labios ávidos y sensuales, que se crispan en gesto de impaciencia cuando entre los ruidos de la tormenta destaca un ruido más: el de unos pasos firmes. Alguien llega hasta aquella ventana, chapoteando en el tango, indiferente a la furia del huracán… Como ella, tenso y ávido. Alguien llega para estrecharla en un abrazo bru-tal, para besarla en los labios, trémulo y anhelante…

-¡AI fin! Desde ayer te esperaba, Juan. ¿Qué hacías? ¿Dón-de estabas? -indaga Aimée.

-En el mar… Llegué, contra todos los vientos. Estuve cien veces a punto de estrellar el barco por entrar esta noche… ¿Y todavía vas a quejarte?

-¡es que no puedo vivir sin ti! ¿No lo comprendes? Cuan-do faltas a tu palabra, pienso que estás con otra y me vuelvo loca. [y quisiera destrozarte, matarte…! ¿Y tú?

-¡Fiera.. .1 -reconviene Juan, satisfecho y sonriente-. ¡Yo también, a veces, quisiera matarte! Sal, ven conmigo…

-¿Estás loco? ¿Con esta noche? ,_ -Mejor… así no habrán de espiarnos. Sal o me voy…

-No… no te vayas… Saldré… Tirano… Juan del Diablo.

Satisfecho, Juan ha vuelto a besar a Aimée, a sujetarla, abrazándola a través de los barrotes que se le clavan en el pecho duro y ancho. Luego la empuja, ardiente la mirada de pasión y dominio:

-Ven… Ven pronto… Te espero entre los árboles. Si tar-das demasiado, no me encontrarás…

La hora de amor ha pasado, y también amainó la tempes-tad. El viento ha empujado las nubes, desgarrándolas, y en los trozos oscuros, como jirones de celeste terciopelo, titilan las es-trellas cual claros diamantes.

La honda gruta abre a la estrecha playa la ancha boca eri-zada de cuchillos cortantes- Sobre la blanca arena que cubre el piso de la cueva, reclinada en el hombretón que está a su lado, todavía se estremece Aimée por la dulzura del instante pasado. Los negros cabellos destrenzados le caen sobre los hombros, arde su boca sensual y húmeda y son sus ojos, en la oscuridad, como otras dos estrellas que brillaran en las sombras… Y es el aroma de su cuerpo joven, como el rugido de aquel mar áspero, inci-tante, que en festones de espuma se extiende por la playa…

-Me vuelves loco, Aimée. Eres como esta tierra, ¿sabes? Siempre hay que ganarla en una batalla, pero no hay otra más linda, que huele más a flores, que dé frutos más dulces… Como tú… como tu boca. -Ha vuelto a besarla. Luego, bruscamente, la separa para mirarla muy fijo, el rostro endurecido-. ¿Por qué me hiciste esperar tanto?

-¡Mi Juan… Mi Juan…! -susurra Aimée vibrante de pasión-. ¿Te digo la verdad? Quise ver si era cierto que te ibas si tardaba…

-¿Ah, sí? ¿De veras tardaste por desesperarme?

-¡Ay, salvaje! No me aprietes así, me haces daño… ¡Qué tonto eres! -ríe satisfecha-. Tardé porque mamá empezó a hablarme. -Cuando tú quieres, bien sabes cortar una conversación.

-Claro… Pero no quise: me hablaba de mi hermana.

-¿La monja?

-No tengo otra hermana. Pero, además, todavía no es mon-ja. Novicia nada más. Mamá no quiere que profese.

-Pero ella sí, y lo-hará.

-Claro. Es terca como yo, nos parecemos en muchas cosas, y en eso más que en nada.

-¿Parecerse… ? -Juan estalla en una burlona risotada-. ¿Habría que verte a tí con tocas monjiles! '

-Puede que de pronto me dé la ventolera, como le dio a ella. –

-¿Y te iban a aceptar?

-¿Por qué no? ¿Qué te crees? ¿Piensas que soy cualquier cosa, que no valgo nada? ¿Piensas que no valgo nada porque me digné mirarte?

-Algo más que mirarme… me parece.. . -insinúa burlón Juan.

-¿Y por eso? Los hombres no agradecen nada…

-Yo te agradezco ser hermosa, tener la piel de raso y el corazón malvado. Así eres y por eso me gustas. ¿Te ríes?

-Me río porque hablas como yo. También detesto a los sentimentales. Te quiero porque no lo eres; por rudo, por sal-vaje, por diablo… Juan del Diablo… ¿Quién te puso ese nombre?

-Cualquiera… ¿Qué más da? Para mí es bueno… Para mí es buena cualquier cosa.

-Es cierto, para ti es buena cualquier cosa mala. También me gustas por eso. Y te quise sin preguntarte nada. Ni siquiera sé, a ciencia cierta, quién eres…

-¿Qué puede importarte?

-Nada… pero a veces siento curiosidad. ¿Dónde naciste? ¿Quiénes fueron tus padres? ¿Cuál es tu nombre verdadero? ¿Qué eras antes de ser capitán de un barco, que no se sabe lo que carga ni de qué puerto viene, ni a qué puerto va? ¿Qué eres ahora? ¡Contesta!

-Soy de aquí; soy lo mismo que mi barco, y mi nombre es Juan. Si no te gusta Juan del Diablo, puedes llamarme Juan de Juan. Aparte del diablo, sólo a mí mismo me pertenezco.

-Y a mí un poquito, ¿no?

-¡Claro! A ti, como tú a mí… por un rato -ríe divenido y burlón.

-¿Sabes que a veces me resultas demasiado brutal? No te rías de ese modo. ¡Tu risa es mala! No sé por qué te quiero, no sé por qué me acerco a ti, ni de qué medios te valiste para enamorarme…

-Fuiste tú la que me enamoró, querida. ¿No te acuerdas ya? Y fue en esa playa. Tú pasabas con tu sombrilla de encaje;

yo llegaba en mi bote. Te quedaste mirándome… Sin duda pen-saste: Hermoso animal. Y te propusiste amaestrarme… pero no es tan fácil. Fue un buen chasco…

-¿Por qué hablas así? Eres muy malo… -Y con la pasión reflejándose en Sus negros ojos, Aimée exclama-: Te quiero, Juan. Te quiero y me gustas más que nada, más que nadie… ¡Bésame, Juan! Bésame y dime que tú también me quieres… Dímelo muchas veces, ¡aunque no sea verdad.. .!

Juan no responde con palabras. Vuelve a besarla, loco, apa-sionado, mientras los párpados de ella se entornan cubriendo las pupilas ardientes, y, en la línea imprecisa del horizonte, asoma la claridad del alba..;

-Mónica, hija mía, recuerde que es la obediencia el primer voto que ha hecho usted al vestir esos hábitos.

-Quiero llevarlos toda la vida. Madre abadesa. Quiero obe-decer siempre y para siempre, pero…

-Su pero está de más. Nuestro camino es renunciación y sacrificio. ¿Cómo puede seguirlo, rebelándose a la primera or-den que le desagrada? '

-No es que me rebele, es que pido, ruego, suplico…

-¿Suplica no tener que obedecer? Sus súplicas son vanas.

-Es que sólo en este refugio he hallado algo parecido a la paz.

-Para que esa paz sea duradera, necesitamos una seguridad absoluta, total, de su vocación religiosa. Usted ha salido victo-riosa de todas las pruebas del claustro. Ha de pasar por la prue-ba del mundo.

-Pasaré, Madre, pero más adelante… cuando las cosas cam-bien, cuando mi hermana esté ya casada…

La novicia se ha mordido los labios, inclinando la cabeza bajo la mirada dulcemente severa de la abadesa. Es en aquella celda de paredes blanqueadas, cuyas altas ventanas dan al mar. El viejo convento se alza sobre una colina, dominando casi la ciudad de Saint-Pierre, la bahía redonda y ancha, las bulliciosas calles centrales, los arrabales quietos y dormidos; más allá, el mar azul, y por el lado opuesto, las montañas, las enormes mon-tañas que se alzan tan cerca de la ciudad, los pitones de Cabet, el más alto de los cuales hunde en las nubes su empinada ci-ma: el monte Pelee, el enigmático volcán quieto desde cincuenta años atrás… el coloso dormido…

-Además, hay otra razón para enviarla por un tiempo a su casa -explica la abadesa.

-¿Otra razón? ¿Qué razón puede ser esa. Madre?

-Su salud delicada. Eso salta a la vista, hija mía. Aquí no hay espejos y no puede ver su cara. ¡Pero ha cambiado usted tanto…1

Mónica de Molnar ha inclinado la frente, pensativa. .¡Qué extrañamente hermosa luce en este instante, al último reflejo dorado del sol de la tarde! Bajo las blancas tocas, son como flor de nácar su frente altiva, sus mejillas pálidas, y entre las ne-grísimas pestañas tiemblan sus ojos como gemas cambiantes. Las finas manos sensitivas se han enlazado como para una sú-plica, como para una oración, en aquel gesto que ya es en ella familiar, y luego caen. como flores tronchadas…

-¿Qué importa la salud de mi cuerpo. Madre? Ansiosamen-te busco la salud de mi alma.

, -La hallará, hija, la hallará. Pero no tomará definitiva-mente las tocas hasta haberla encontrado. Yo estoy segura que hallará usted las dos muy pronto, justamente en ese mundo que se empeña en rehuir. Acepte la prueba de obediencia, hija mía, y cuide también de su cuerpo. Lo necesitamos sano y dispuesto para servir a Dios. Es la última palabra de su confesor… y la mía.

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